El resentimiento debería ser un afecto pasajero, idealmente. Que maravilloso sería si pudiéramos ponerle una curita, o echarle crema a esa herida que se resiente. Pero hay un problema: el resentimiento psíquico es un fenómeno, en esencia, relacional. No puedo simplemente poner una cura, porque la herida se préfigura en lo colectivo. Las tensiones de mi psiqué solo pueden resolverse en y con les otres.
Por eso es viable hablar de traumas colectivos, de odios entre familias o guerras entre pueblos. Y por eso, también, las soluciones deberían ser colectivas. La cura se pondría, entonces, en el tejido social, que también es parte de mi tanto como yo de él.
El cultivo de los afectos alegres es una labor que sólo puede lograrse de manera conjunta, reconociendo todxs nuestro rol participativo en ese retículo transindividual de almas. Mi individualidad es un pliegue del tejido y mi libertad son los giros y dobleces inmanentes al mismo, disponibles como potencia.
En ese ir y venir del tejido al pliegue, de la libertad à la solidaridad, está la transformación de la estructura. No puede darse uno sin lo otro. Así, pues, el resentimiento surgiría como signo de una semiotica de afectos. Nos dice enfáticamente: El mundo puede y debe ser mejor. La cuestión está en artícular los giros y dobleces.