martes, 12 de noviembre de 2013

CONCUPISCENCIA

CONCUPISCENCIA
“Solo un gato por casa” comunicaba el jefe, que con su voz roñosa salía corriendo de una esquina de la cuadra hacía la otra, dando alaridos que se escuchaban en las 6x6 casas de la cuadra. Cada cuadra tenía su jefe, cada cuadra 36 casas y, por consiguiente 36 gatos; unos eran negros como Lipondio, el pintor de murales, otros blancos, peludos, castaños, peludos, gordos; pero ninguno como el gato que le regalo su abuela a Hincapierto, un gato singularmente raro, feo, horroroso, como darle una patada a una rata y cruzarla con dos serpientes, aun así, un gato maravilloso de abdomen pálido con dos manchitas rojas.

Hincapierto siempre dormía en su suelo duro y frío mientras oía a su gato maullar; era esta la costumbre, cada noche el dueño calentaba, hacía estiramiento, besaba el espejo y luego se recostaba en el suelo que tanto amaba, mientras tanto, el gato el miraba fijamente cada acción, para saber de qué manera maullar y arrullarlo. Durmió quizá unos tres cuartos por tres menos una hora, cuando de golpe lo despertó el silencio, “No escucho nada, así no se puede dormir en paz” y mandó un puñetazo al gato, que para su sorpresa, ya no estaba, y ni pelo quedo, porque era calvo, inmundo.

“¡Se robaron mi gato!”-. Y su vecino, Lipondio, el pintor, encorvado yacía detrás de la ventana de su casa, burlándose de la pérdida del gato. “Sólo mío”- susurraba Lipondio, que como los rayos lunares al entrar por los patios, se había deslizado sigilosamente por la tapia de su vecino, y poom, agarró al gato del abdomen pálido y dos pequitas; su afán por pintar gatos lo incitó a obtener el más exótico. Cuando Lipondio se devolvió a su galería  -pues ahí había puesto el gato para pintarlo-, la halló vacía, sin pinceles y sin el gato. “¡Oh no! ¡He perdido mi gato!” se repetía chirriando entre dientes estas palabras, y como piedra rodando por barranco, salió agitado, algente, gritando por la calle.

Todo esto sucedió a las tres de la mañana, en la calle estaban Hincapierto y Lipondio, gritando desesperados, confundidos, bramando por el gato perdido, mientras todos los vecinos dormían profundos y mensos, hipnotizados en los maullidos de sus gatos.

-¡Señor! ¿Perdió su gato?- preguntó Hincapierto a Lipondio.
-Sí señor ¡perdí a su gato!
-¿Mi gato ha dicho usted?
-No, no, su gato, perdí a su gato ¿No me había preguntado usted por su gato?
-¡Es cierto! Más vale encontrar a su gato, el insomnio mata.
Y juntos, gritaron y corrieron como infantes por lo largo del barrio, bajando toda la carrera 39, pasando de la calle 27 a la 15.

La noche estaba dormitando sobre sus cabezas,  las estrellas eran como blancas notas en octogramas infinitesimales, cuya cósmica música apenas si se oía bajo la incesante sinfonía de los gatos citadinos. A Lipondio le dolía ya la boca de lo abierta que la mantuvo, y a Hincapierto se le cansaron los pies, por suerte, el Jefe de la 39 con 15 de tez tan igual a todos los demás, se apareció, dando alaridos como un pandemonio y todos los locos que habitaban la ciudad:

-Gato por casa, uno; gente por gato, uno; gato por gato, gatos.- y sus ojos estaban brotados, su piel húmeda de sudor y los gatos…

-Señor –grit
ó Lipondio- ¡¿Ha visto a su gato?!
-¡No le escucho! –Contestó el jefe- ¿Qué si soy un puto ingrato?
-Sí, sí, eso exactamente –dice Hincapierto-.
-Su gato señor, perdimos a su gato, moriremos por el insomnio, ayúdenos.-añadió Lipondio desesperado. Nadie se entendía, todos perdimos a su gato ingrato, y pronto seguramente las dos pequitas rojas serían  vistas por alguien más, quizá por otro jefe u otro gato, quizá la moneda de plata que circundaba el cielo ya lo había encontrado, al inmundo animal ingrato ese.

Ya eran las 3:15 A.M y de pronto todos se calmaron; resolvieron que el Jefe de la 39 con 15 había visto a su gato perdido ingrato pero sólo por un momento. “Vi esa cosa horrenda y me desmayé. Entonces al despertar, recité mi hermosa poesía: Gato por casa, uno; gente por gato, uno; gato por gato, gatos” y repitió así como un loro hasta que se desmayó nuevamente. Su gato, el horrendo, no aparecía, y los dos hombres miraban consternados al jefe desmayado; de su bolsillo sobresalía una esquinita de papel, un sobre. Se acercaron lento y se miraron a los ojos:

-Ha de ser para usted, Señor Hincapierto.
-Claro que sí Lipondio, seguro es para usted, además mire, está manchada de pintura.

Lipondio agarró el sobre y lo abrió. El sobre desprendía un olor a sarna y pájaro muerto, contenía una letra inconfundible, era suya, de su gato:

“Querido Hincapierto, debo advertirle que su vecino me ha robado; yo que soy genio he escapado, pero los jefes me han perseguido todas esas doce calles. Fui agarrado por el de la 39 con 15, que me hundió sus dedos en el vientre, en las dos pequitas y me lanzó al cielo. Estoy en el parque Totis esperándolo. Si no llega a las 3:40 o antes me iré. –Su gato”

-¡Es de su gato!-Gritó Lipondio-.
-¿Qué dice? ¿Qué dice?
-Dice que me lo robé y que para encontrarlo debemos ir al parque Totis antes de las 3:40
-¿Se robaron mi gato? ¿Ha sido usted?
-Sí ¡Fue usted!
-¡Madre mía!- finalizó Hincapierto, y corriendo luego de mirar su reloj –que marcaba las 3:30- salió junto con Lipondio  al parque Totis.

El parque Totis quedaba en la 39 con 5 y salía de él cierto vapor extraño que se hilaba en formas poligonales, desprendiendo olor a alcantarilla. En su centro había dos árboles, robles musculosos untados de rocía putrefacto y, eran estos árboles los que atraían a los locos. Los locos se caracterizaban por vivir noctámbulos, insómnicos, cachetipálidos y desordenados; a ninguno le quedaba gato alguno y con las pupilas dilatadas, como agujeros negros, se sentaban a observar el rocío de los robles caer  despacio, baboso, como la saliva de un bebé, por los hojas, por el tronco. “Los gatos son malignos” vociferaban los locos y durante cada madrugada se jactaban de ser libres e impecables.

A eso de las 3:37 llegaron Hincapierto y Lipondio al parque Totis; asustados apenas se inmiscuían por los senderos que llevaban al roble mayor, pues pensaron que, con la osadía de del  gato, su gato, éste iría a burlarse de los locos, y era esto precisamente lo que los helaba, los locos.

-Qué frío hace, Lipondio.
-Es su gato un imbécil, Hincapierto –discutía enfurecido Lipondio-. Nos va a hacer matar o enloquecer ¿y acaso no es lo mismo? Mis cuadros ya no pintarán gatos, ni mis manos tocarán pelos.
-De igual forma moriremos si nos quedamos sin su gato, el insomnio…
-Cállese Hincapierto, usted no debió dejarse robar el gato.
-¿Y no había sido usted quien lo había robado? El gato es de todos y para todos, por eso todos tienen uno, hay que ser equita…
-Shh, oigo algo, cállese Hincapierto –gritaba como con un megáfono pegado a los labios Lipondio, mientras los locos se acercaban jadeantes y felices por los senderos.

Pasaron cinco locos mientras Lipondio e Hincapierto se escondían detrás de un arbusto. Como en un ritual acattus danzaban alrededor del roble “No a los gatos, seamos libres” y se condensaba el vapor putrefacto, las miradas se conjugaban y recitaban poesía pagana. Los santos, el pintor y el vecino, se helaron y de golpe, salió su gato del roble. Bajó ágil el tronco y dejó otro sobre en el suelo. Los locos se esparcieron y se fueron del parque Totis, en busca de un gato para cada uno, pues al ver a su gato, las manchas rojas, los ojos de serpiente y la cara de rata, se sumieron en una nihilista soledad, necesitaban en últimas a un gato.

Lipondio se apresuró a agarrar la carta y evitó todo loco que por ahí pasara, parecía una liebre, saltando con sus dos patas que se encogían y elásticamente se estiraban para lograr el impulso y saltar; entre tanto, Hincapierto lloraba al ver como su gato se desvanecía entre las sombras.

Eran las 3:42 A.M y faltaba poco para el nacimiento del alba. La luna de plata miraba reída el espectáculo y ordenaba a las nubes no cubrirla, para tener silla de primera fila. Lipondio destapó el sobre y tomó la carta en sus manos. Hincapierto seguía llorando. “Escuche atentamente” dijo Lipondio:

“Querido Hincapierto, le he esperado por mucho tiempo ya, así que me fui a la biblioteca Kafka, le escuché a los locos que ahí no hay santos y, además hay demasiada información sobre la teoría musical, partituras de la clave bien temperada de Bach y nocturnos de Chopin. Le esperaré ahí, más vale que entre antes de las 5:30 A.M o me iré, y usted,  que me ha perdido en la noche morirá por el insomnio – Su gato.”

Era todo esto cierto, la biblioteca Kafka estaba llena de la más selecta literatura universal: Camus, Kant, Borges, Kipling, Cortázar, Russeau y en fin, un sinfín de fines distintos. Había un piano de cola Steinway and son y bien sabemos que a diferencia de los locos y los santos, los gatos  aprecian la buena música, el buen arte.

Los santos no conocían tal cosa, vivían herméticos, acobijados por la sinfonía de los gatos, eran como cajas fuertes de alta seguridad, poco entraba, poco salía, vigiladas todas por el jefe de cada cuadra “Gato por casa, uno; gente por gato; uno; gato por gato, gatos”. Las mentes se cuadriculaban y los circuitos bioeléctricos del cerebro se apagaban lentamente. Claramente Lipondio era un santo, y su arte fatalmente esclavo; Hincapierto era zombie, lento como babosa, baboso como babosa, gato por gato, gatos.

Hincapierto al procesar la información de la carta esbozó una ligera sonrisa, fingida, de las que preceden al llanto, Lipondio lo miró, le agarró la mano y salió a correr, directo a la biblioteca Kafka en la 39 con 1.

La luz de los postes se dilataba y sus rayos se desplazaban cada vez más hacia Lipondio e Hincapierto, formando triángulos cuyo ángulo decrecía más y más, la luz se acercaba y les palpaba todo el cuerpo encegueciéndolos un poco. Caminaron a paso lento, pues el llanto de Hincapierto provocaba una extraña espesura en el suelo cuando sus lágrimas impactaban sobre la carretera. De pocos pasos fueron llegando a la biblioteca.

La biblioteca se levantaba en toda la 39 con 1 como un monolito de obsidiana. El reloj de la cúpula marcaba ya las 4:15 A.M. Detrás de los portones se escuchaba el ligero murmullo, trémulo y vacilante de un piano, que charlaba melancólico con los muros, tocaban a Chopin. Lipondio entró con Hincapierto a la biblioteca, abrieron la puerta con una fuerza ligera, y rechinantes, los portones abrieron paso a los visitantes.

-¿Qué es aquello que suena? –Pregunta Lipondio-
-¿Qué más sino mi alma? Su gato, Lipondio, debe estar aquí escondido, puedo sentirlo.

Sonaba un  nocturno en do sostenido menor de Chopin, los trémolos, el arpegio imparable como una ola se empalagaba en las almas de ambos, en el fondo los leves maullidos. Su gato estaba ahí, acá, allé. Un agitato desesperado los aturdía, y el gato. Hincapierto miraba a Lipondio y éste le miraba a él.

-¡No! ¡No! Mantenga fuerzas –dijo Lipondio- su gato ¿no lo oye? Está ahí, vamos, vamos.

No hubo respuesta. Los maullidos acrescentabánse, melancólicos, cada vez más desesperantes y desesperados. Lipondio lloró pero no se detuvo ante la oscura melodía. Vagó por entre los estantes, bajó  unos cinco metros, luego giró a la izquierda y tropezó con el piano. Nadie lo tocaba, o más bien, él mismo se tocaba. A Lipondio se le brotaron las venas de la cabeza, ardía de ira, su última áncora fracasada, su gato perdido, Hincapierto paralizado. De un sopetón se impulsó al piano y empezó a golpearlo con todas sus fuerzas. Golpeó escupió, maldijo. Su gato se deslizaba tembloroso a sus espaldas, encogió sus patas traseras, las estiró y brincó  a la espalda de Lipondio. Juntos cayeron al precipicio tras el piano y la biblioteca, ahí acababa el mundo, en la calle primera. El piano resonaba y se agitaba. Caían, caían los desgraciados; grito tras grito, vértigo y maullido. El sol acariciaba los límites de la ciudad, se asomaba apenas. Insomnio, abismal caída; retraído en sí mismo Hincapierto. Murieron.

Ese día, la mañana cantó cantábile, los santos se quedaron en sus casas con sus gatos y no hubo más locos. Nunca se supo de aquellos abandonados, era costumbre que, por cada gato muerto, muriera un hombre, aunque todos fueran uno y uno fueran todos. Recíprocos ambos, gato-humano, se dependían el uno del otro. Nunca jamás se escuchó la música cósmica, la nota de oro.

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